viernes, 12 de octubre de 2012

NI PUTA IDEA

EMILY CARO


Siempre tuve varias dudas, pero nunca pensé que las putas ideas vinieran en faldas.




No tenía edad suficiente la primera vez que las vi en la calle bajo un semáforo. Yo tenía la duda de saber si estar desnudas ahí bajo la noche, no les producía frío. Las miraba como con el miedo del niño que sabe que lo que está viendo no le es permitido, pero si comprable. El autobús se paraba bajo el mismo semáforo que ellas, y todos en el colectivo las miraban de reojo, de perfil, comentando, riéndose y hasta envidiándoles. Yo solo me asombraba de cómo ellas miraban a los del colectivo, eran más sutiles ellas para mirar, más condescendientes incluso. Nos miraban con la nostalgia de saber que veníamos de terminar nuestras jornadas; las de ellas, apenas comenzaba.


La primera vez que amé a una mujer no sabía que ella amaba a tantos hombres.

Después de amarla, varios años después, entendí que era lo suficientemente joven, inocente y aprendiz para saber que estaba en problemas.

Yo tenía la certeza que tienen los jóvenes cuando se enamoran, el miedo necesario para aliñar mi propia historia y la libertad a mi completa disposición. Haberme ido de la casa tan joven me puso en los lugares correctos para aprender luego que las sardinas con espagueti no mataban como el veneno, o por lo menos recuerdo que esa era la comida que le hacía mi mamá a Chispita y Boby, los perros de la casa. Luego espagueti con salsa de tomate porque era lo que había, mi asombro era evidente, mi sorpresa ante esa realidad, que solo había visto por televisión, era como estar viendo el noticiero y sus cifras de pobreza, pero en la vida real.

Quizá no la amaba tanto como creía, pero amaba todo lo que ella era para mí, era descubrir el mundo todos los días, en cada jornada diaria, en la que no se sabía como terminaría el día. Ella usaba las manos para comer y yo solo pensaba en que no había servilletas, el agua tenía el sabor a gloria, pues horas antes habíamos subido decenas de escaleras con tobos de plástico llenos del chorrito que caía en la parte baja del cerro.

Estar en un barrio de Caracas por primera vez, fue como hacer realidad todas las películas de la televisión, desde las más violentas hasta los dibujos animados pero definitivamente ella era la princesa del cuento, la protagonista de la novela, la cifra del noticiero.


Cuando la conocí me pareció una mujer muy fea, fue una imagen normal, común. De esas que solo se olvidan y no más. Luego de conocerla con sus dientes llenos de carne, como los personajes de la tele con los dientes llenos de vísceras, supe su nombre. Era tanto mi escándalo interno de ver su dentadura sucia que ni siquiera oí bien el de ella ni dije el mío, una corneta de autobús me sacó del tonto trance, meses después la llevé a mi casa.

A esas alturas ya recordaba su nombre y su número de teléfono. Una de las tardes que compartíamos su tío fue a buscarla en un carro último modelo, no recuerdo el nombre de su tío, pero si la sonrisa con que la miró, lo que si recuerdo claramente es el nombre de su marido.

Caracas de noche invita a caminar, a conocer, a escaparse de las casas agobiadas llenas de familias inconclusas y abstractas. Yo era un peatón de esas noches, uno de esos pasos dados en falso en las calles del centro, un cliente de cualquier bar, un comprador de cerveza, un tomador de ron, todo eso se es en Caracas de noche.

No supe de su profesión hasta que un revolver me enfrió la nuca para advertirme que estaba en la compañía equivocada, todo parecía estar revuelto dentro de mis dieciséis años, las preguntas de cómo sería todo si ese revolver me disparaba deambulaban por mi mente, imaginaba a mi mamá manchando su maquillaje de tanto llorar y decirle a todos los asistentes a mi velorio lo terco que podía ser cuando estaba vivo, todo eso pasó al final, antes; el tío, ella y yo éramos buenos amigos.

No hay que tener suficiente edad para entender que es ser pendejo, pero si hay que estar enamorado para ver solo una parte de la historia. Es que el tiempo no transcurría cuando ella estaba, nosotros transcurríamos en el tiempo, la ciudad dejaba de ser un peligro en las noches para convertirse en mi lugar perfecto. Cada paso abarrotado de sensualidad que daba a mi lado era como ganar el cielo. Nunca supe que tener dieciséis años fuese tan perfectamente posible hasta ahora que ya no los tengo.

Hasta que lo supe, supe donde trabaja porque un día me dijo que estaba trabajando y que por favor la esperara al salir, la dirección que me dio era la de un hotel, antes de poder preguntarle algo ella colgó la llamada y con ese ruido que hacen los teléfonos cuando cuelgan el auricular se estallaron mil dudas, el colmo de aquella confesión no era que ella era prostituta, si no, que yo fui a esperarla a lobby del hotel.

Mucho pudo haber pasado antes, mucho puedo estar obviando en este cuento, pero también mucho dejé de vivir. Alexa tenía solo quince años y no iba a la escuela pero si iba a los hoteles, siempre me pregunté como podía entrar a ellos si era menor de edad, años más tarde lo entendí.

Mucho pudo haber pasado en esa historia, mucho pude haber dicho, mucho pude haber obviado.

Todavía recuerdo que tuve que saltar muchos techos para huir y que el revolver que un día me enfrió la nuca no me alcanzara. Las noches que dormimos con respiraciones encontradas fueron suficientes para que todavía el respiro quede intacto.

Cada hombre tiene una prostituta propia, algunas con altos precios se metieron en la mente y allí se estacionaron por un tiempo, otras más baratas se instalaron para siempre.


Alexa tenía un nombre distinto al que hoy menciono, tenía quince años, tenía un tío, tenía un trabajo nocturno e intermitente, tenía una hija y con eso último fue suficiente para que yo corriera mil millas lejos de ella.

El día que íbamos a escaparnos, irnos lejos, como en las películas, algo pasó y el miedo me ganó la partida. Yo tenía dieciséis años y esa es mi mejor excusa para no haberme ido con ella a escaparnos de la ciudad, de las noches, del frío y del revolver que siempre me enfriaba la nuca.

La última vez que supe de ella, tenía 16 años y una barriga de ocho meses hermosamente redonda, la barriga de ese momento hoy debe tener cinco años y se llama Alexandra, nombre que yo escogí.

Ahora paso por la Avenida libertador y veo en la mirada de sus colegas un pedacito de mí que se quedó en esas piernas que nunca se abrieron para mi, pero si para un público extenso.


Descubrir que tienes dieciséis años y que esos quince que te acompañan son como una estación del metro, es como ver la final de la película y las cifras del noticiero.

Ahora que tengo la edad suficiente para verlas en la calle bajo el semáforo, sigo teniendo la duda de saber si estar desnudas ahí bajo la noche, no les produce frío. Aún las miro como con el miedo del niño que sabe que lo que está viendo no le es moralmente permitido, pero si comprable.

El autobús se para aún bajo el mismo semáforo que ellas, y todos en el colectivo las miran de reojo, de perfil, comentando, riéndose y hasta envidiándoles. Yo solo me asombro de cómo ellas nos miran, son más sutiles ellas para mirar, más condescendientes incluso. Nos miran con la nostalgia de saber que venimos de terminar nuestras jornadas; las de ellas, apenas comienza. Nos miran con la rabia de saber que la policía que protege al resto de la ciudad a ellas las deprime cada noche.

¿Qué puede haber en el cerebro de los policías que cuidan nuestra ciudad? ¿Qué puede haber en las miradas de los que vemos desde la ventana a las mujeres del semáforo?


La primera vez que amé a una mujer no sabía que ella amaba a tantos hombres, hoy no se si ame a otras mujeres, pero sé que cada hombre tiene una prostituta propia, algunas con altos precios se metieron en la mente y allí se estacionaron por un tiempo, otras más baratas se instalaron para siempre y ella, que ya no tiene quince años ni yo tengo dieciséis.

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